"Tras cada hombre viviente se encuentran treinta fantasmas, pues tal es la proporción numérica con que los muertos superan a los vivos. Desde el alba de los tiempos, aproximadamente cien mil millones de seres humanos han transitado por el planeta Tierra. Y es en verdad un número interesante, pues por curiosa coincidencia hay aproximadamente cien mil millones de estrellas en nuestro universo local, la Vía Láctea. Así, por cada hombre que jamás ha vivido, luce una estrella en ese Universo." Arthur C. Clarke

jueves, 24 de julio de 2008

Aunque vivamos mil años

La tarde empezaba a caer. Decidió que no debería demorarse más y reemprendió el regreso. Echó un último vistazo al corte del tobillo. Tenía un aspecto realmente desagradable, y cualquier roce le producía un dolor frío. Ignoraba completamente que la ribera del pequeño arroyuelo estaba repleta de la solución para su dolencia, la sabia de un arbusto debidamente mezclada con el agua fresca del pequeño río. Si hubiera conocido esa sencilla cura, posiblemente habría vivido varios años más.

Inició el regreso a la cueva en la que había pasado casi toda su vida, y donde esperaban todos los suyos. El camino de regreso era sencillo, no demasiado escarpado y con una senda ya abierta por los pasos de decenas de generaciones que realizaron antes el mismo camino una y otra vez, aunque rara vez en solitario. En el pequeño claro cercano a las grandes rocas de pedernal florecían ya esas peculiares flores blancas. Sabía que eran comestibles, que daban un matiz exquisito a la carne hervida. Pero no tenía la más remota idea de que en sus raíces escondía la curación de esa maldita dolencia que estaba diezmando a su clan, y que ya se había llevado a su padre y dos hermanos.

A los pocos minutos llegó a la playa. Ya le quedaba poco trayecto, y el sol aun estaba unos dedos por encima del horizonte. Se detuvo a descansar el tobillo, que le palpitaba dolorosamente. Se tumbó en la arena. Era agradable la sensación que esa cama aportaba a esa hora, con el cielo tiñéndose ligeramente de rojo y la brisa refrescando el calor primaveral. Cogió un pequeño puñado y observó como se le escapaba entre los dedos. No podía imaginar que esa arena contenía todo el silicio que sus descendientes necesitarían para fabricar ordenadores y demás equipos electrónicos. Ni que gracias a ellos la vida se alargaría hasta hacer coincidir a cuatro o cinco generaciones bajo el mismo techo. O que el mundo sería tan pequeño como para rodearlo en unas horas.

Tampoco sabía que a pocos metros bajo su cabeza se escondía una roca que se derretía con el fuego, con la que podría fabricar mejores herramientas para la caza, para el trabajo. Metales que harían volar a sus descendientes. Ni que en esa frondosa vegetación se escondía el secreto de la cultura escrita, el papel, mediante un simple tratamiento de uno de los materiales que componen los troncos de los árboles.

Después del pequeño descanso se encaminó hacia el asentamiento. Rezó a los dioses para que en estos cuatro días no hubieran sufrido el ataque de ningún depredador, ni hubiera enfermado nadie más. A cientos de metros bajo sus pies descansaba, tras millones de años de lenta formación, una inmensa balsa de material orgánico, hidrocarburos. Pero él lo ignoraba, como ignoraba que con esa negra sustancia aceitosa, junto con la arena de la playa y algunos materiales más que podía encontrar en el bosque, sus descendientes fabricarían teléfonos para comunicarse. No le quedaba más remedio que rezar mientras se acercaba a su grupo, que ya salía a darle la bienvenida.

Esa noche durmió a gusto, tranquilo, en un mundo virgen, bajo un cielo limpio, envuelto en el ruido de la naturaleza, cerca del crepitar del fuego. No le quedaban muchas noches antes de volver a la tierra, no en vano había vivido ya más que la mayoría, y el sol y las noches a la intemperie habían curtido un cuerpo muy castigado ya tras casi 25 inviernos. En sus sueños no hay edificios, no hay asfalto ni coches. No hay aviones, ni ordenadores ni móviles. No hay televisiones, ni políticos, ni deportistas. Solo hay verdor, un inmenso mar, vegetación espesa y la fría y dura roca sobre la que descansa. Hay animales y frutos para su sustento, y la promesa del agua por llegar en las nubes que comienzan a arañar ese intenso azul. Le atemoriza el hambre, la sed, la terrible enfermedad que les golpea una y otra vez. Le atemorizan esos enormes felinos anaranjados, y los gigantescos osos. Le da terror pensar en el futuro parto de su mujer, pues había visto morir a varias en tan dificultoso trance. Ignora que a su alrededor tiene toda la materia prima para una vida mucho más cómoda, para una vida mucho más larga, una vida de menos sufrimiento. Pero la vida es ese misterio que está viviendo, esa experiencia única en tu entorno. Ni más ni menos vida.

Nosotros hemos cambiado esa naturaleza que supone nuestro entorno, nuestro nicho ecológico, por una vida en una sociedad que jamás duerme, rodeados de ruido, de tensiones, de competitividad. Vivimos más que ellos, tenemos más comodidades que ellos, sufrimos menos que ellos, y la felicidad y la paz individual siguen igual de lejos que entonces. A nuestro alrededor, bajo nuestros pies, en nuestros parques, en las orillas de los mares, se encuentra la materia prima de todos los descubrimientos por llegar, de todos los avances que conquistará este pequeño primate. Quizá la cura del cáncer estuviera en ese pequeño reptil al borde de la extinción. Quizá la fuente de energía del futuro esté en ese inmenso mar y aun lo ignoremos. Y, consigamos lo que consigamos, seguiremos paseándonos por este ratillo con el desconcierto y la desazón de no saber qué hacemos aquí y qué sentido tiene todo este absurdo y desproporcionado escenario en el que nos encontramos. Aunque vivamos mil años.

1 comentario:

pascual dijo...

Filosoficamente genial.Plantea las eternas preguntas acerca de quienes somos,cual es nuestro destino,que es la felicidad...Me ha gustado mucho,felicidades.

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